Matías Bertomeu no aparece vivo en ningún momento de la novela. Ha muerto poco antes de que empiece, revolucionando las vidas de sus allegados y desencadenando en la Marina Alta unos acontecimientos que nos son narrados a cámara lenta, con imágenes pausadas, carentes de acción pero con una profundidad infinita.
No es Crematorio una novela trepidante, Rafael Chirbes reinventa una especie de escritura automática cuyo objetivo será el de diseccionar la mente de sus personajes. Una frase nos explica una acción y ya en la segunda el autor nos sumerge en la cabeza de quien la protagoniza para ir desvelándonos hasta los últimos motivos por los cuales esa acción ha tenido lugar.
Podría pensarse que Chirbes es aficionado a irse por las ramas, pero poco a poco uno ve la belleza de las hojas que por allí hay, la singularidad que poseen y su importancia, pues sin ellas ese árbol novelístico narrado sin cortapisas no aturdiría al lector del modo que lo hace. La lástima es que Chirbes haga un retrato tan profundo de una sociedad tan demencial, la de la vorágine inmobiliaria, con sus trampas y sus suciedades, la de los ricos estafadores del ladrillo, la de los pseudogourmets nacidos al amparo del dinero negro, la lástima, decimos, es que no podamos dejar de vernos reflejados en Crematorio. Ojalá pudiéramos decir que es el retrato de un tiempo pasado que fue peor.
Basura con pretensiones; tipos con casas con bodegas atiborradas de riojas caros y con perreras llenas de perros asesinos.